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El espejo en el otro
Tenemos interiorizada la idea de que amor y deseo son dos cosas muy distintas. El deseo lo relacionamos con la posesión, la lujuria, una búsqueda de placer que excluye al otro y que puede llegar a utilizarlo como instrumento. Sin embargo, consideramos el amor de una naturaleza mucho más noble y elevada, aun en comparación con las connotaciones más positivas que podemos atribuir al deseo.
¿Qué es realmente el deseo y qué relación tiene con el amor? En la práctica de la vía espiritual extática, a medida que vamos recuperando la visión inocente, vamos comprendiendo que todo deseo solo es una forma que toma el Amor.
Cada vez que contemplamos algo y se produce esa magia que toca una fibra profunda en nuestro interior, haciéndonos vibrar, eso es Amor. Cuando decimos que algo nos «gusta», nos encanta, nos apasiona, son diferentes grados en que ese elemento externo es capaz de despertar el Amor en nosotros. Percibimos una identificación, una sensación de singularidad que nos hace desear poder experimentar más y más la fuente de esa emoción. Efectivamente nos ha tocado algo profundo y nos sentimos vulnerables. Hasta ahora teníamos total control sobre nosotros mismos pero de repente hemos encontrado una parte de nosotros que está fuera y sentimos que escapa a nuestro control. Por eso cuando es otra persona decimos que nos «robó el corazón». Sentimos que una parte íntima de nosotros ahora está en ella y por lo tanto es esa persona la responsable de su suerte.
En la medida en que sentimos esa afinidad pero seguimos siendo ignorantes de nuestra esencia infinita y de que no somos seres separados, se produce una emoción contradictoria. Por un lado sentimos esa inminente sensación de plenitud al atisbar el reencuentro con esa parte de nosotros. Por otro lado siempre hay un elemento de frustración dado que nunca terminamos de experimentar totalmente el reencuentro con ella, ya que hagamos lo que hagamos, continúa fuera.
Luz y oscuridad
Es ahí donde surge el deseo, como la fuerza que nos impulsa hacia el reencuentro con lo que amamos.Deseamos porque amamos. Detrás de cualquier forma de deseo siempre reside la misma esencia del Amor en su más genuina nobleza. Podríamos separarlos y considerar que el amor surge de la consciencia de la verdad y el deseo surge de la ignorancia, ya que para poder desear algo es necesario concebirlo como separado. Sin embargo, si observamos la concepción del amor que habitualmente manejamos, podemos darnos cuenta de que se sustenta en la misma idea de separación. Solemos pensar que cuando hacemos algo puramente por amor lo hacemos sin pensar en nosotros mismos, pero si no percibieras realmente separación entre tú y la persona amada, el concepto de hacer algo solo por ella no tendría sentido. La idea de hacer algo solo por el otro está enraizada en la separación.
Con lo cual, vemos que nuestra distinción entre el deseo y el amor no es tan sólida como pueda parecer. Ambos son posibles solo gracias a que hay en nosotros una parte de ignorancia y una de lucidez, ya que son etiquetas para emociones humanas comunes y habitualmente ningún ser humano tiene una conciencia total de su naturaleza infinita. La razón por la que a veces nos parece tan distinto el deseo del amor, es porque encontramos todo un abanico de grados de ignorancia y miedo en nuestras expresiones de esa identificación con el otro, y las más extremas en ignorancia se nos presentan muy distintas a las que lo son menos. Cuanto mayor es la ignorancia, mayor es el miedo a perder el control sobre esa parte de nosotros que está en el otro, y en mayor grado esa identificación se expresa en forma de ansiedad o manipulación. Cuando hacemos algo por una persona pero la ignorancia es muy grande, tiene más peso nuestra voluntad de tenerla a nuestro lado. Cuando la ignorancia es menor, nos satisface más la conciencia de que esa persona sea feliz aunque esté lejos o no la volvamos a ver.
Esa diferencia es la razón que nos puede llevar a pensar que en las expresiones de mayor ignorancia hay deseo pero no amor. Sin embargo, si no existiera en todos los casos el mismo sentimiento de identificación con el otro que llamamos amor, no habría motivación para el deseo. Y si no existiera en todos los casos el mismo sentimiento de separación, no habría conciencia de estar amando a un «otro».
Los casos en que nos satisface más saber que la persona está feliz que tenerla a nuestro lado, consideramos que sentimos amor «desinteresado», pensando que a quien ama desinteresadamente le da igual perder si el otro gana. Para que uno gane y el otro pierda tiene que haber dos seres separados. Esa es la misma conciencia de separación que da lugar a las conductas que nos parecen tan distintas y consideramos amor interesado o falso amor. Nos esforzamos por desarrollar la capacidad del amor «desinteresado», por servir al otro entregando nuestro sacrificio, pero es en vano. Eso solo puede llevarnos a la frustración y a la culpabilidad. Hacerlo es patológico. Ningún ser vivo realizaría naturalmente ninguna conducta que le perjudicara. No es posible dar sin esperar nada a cambio. Realizar cualquier acto con una finalidad dirigida solo hacia otro ser no solo nos lleva al sufrimiento sino que es un imposible en términos lógicos, ya que en el momento que lo definimos como un propósito personal se convierte en una finalidad propia. Si creemos haberlo conseguido con voluntad, no lo habremos hecho por la otra persona sino por alcanzar un estándar personal que consideramos virtuoso o los favores de un dios superior.La persona que aparentemente sí que ama desinteresadamente o sin esperar nada a cambio, en realidad lo hace porque sabe que cuando el otro recibe, él también recibe, porque intuitivamente es consciente de que no hay diferencia entre sí mismo y la otra persona. Interiormente se sabe completo y sabe que aunque la persona amada esté físicamente lejos, jamás deja de formar parte de él, ni de estar presente en cada célula de su cuerpo y en cada átomo del universo.
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Se podría resumir de la siguiente manera: Mientras no hemos integrado realmente al «otro» en nuestra identidad, todo intento de alcanzar el amor «desinteresado» es en vano. Por otro lado, una vez que hemos integrado realmente al «otro» en nuestra identidad, la propia expresión «amor desinteresado» deja de tener sentido.
Los opuestos convergen
Cuando realmente se ha disuelto la conciencia de separación, no nos sirve ni el concepto de deseo y manipulación, ni el de amor desinteresado y servicio que manejábamos. Ahora nos parecen las dos caras de la misma moneda, prácticamente sinónimos. Comienzan a ser sustituidos por algo nuevo en un plano superior. Algo que visto desde el plano inferior del que partíamos parece integrar coherentemente características de esos dos polos que creíamos opuestos. La culminación del amor desinteresado solo se alcanza como la culminación del egoísmo. Llegaremos al mismo punto sin importar por qué camino partamos. Si partimos del propósito de servir al otro, no podremos alcanzar la culminación hasta que no lo consideremos como a nosotros mismos. Si partimos del propósito de conseguir el mayor beneficio personal, no podremos alcanzar la culminación hasta que no incluyamos al otro en ese beneficio.
Si solo existe un único ser y una sola sustancia, cualquier anhelo de placer es dirigido a ese único ser. No importa lo estrecha que sea la visión de la que partimos. Ésta solo supone ignorancia y una limitación para el éxtasis que podemos experimentar, pero los juicios morales o la concepción de «pecado» no tienen cabida ni sentido, ya que no hay realmente otro ser al que perjudicar o traicionar. No hay nadie más con quien comparar nuestro grado de virtud. Si todos los seres somos el mismo ser, tenemos el mismo valor. Por lo tanto, da igual cuál sea nuestro anhelo de placer y plenitud, da igual la forma que tome. No importa lo estrecha que sea nuestra visión de partida o si ésta está enfocada a lo que es aparentemente «propio» o aparentemente «ajeno». Si se persigue ese anhelo de placer y plenitud profunda y comprometidamente, se llegará a alcanzar la misma culminación.
¿Qué nombre podemos ponerle a esa culminación en la que se disuelven todas las fronteras que separan el amor a uno mismo del amor al otro, las fronteras que separan el egoísmo del servicio, fundiendo todo ello en una sola cosa? A mí me gusta llamarlo Amor, pero amor con mayúscula ya que solo hay uno. Los otros tipos de amor son múltiples como múltiple se percibe el mundo desde la dualidad. ¿En qué queda el deseo? En la medida en que Amas no dejas de involucrarte con el mundo, sino que puedes hacerlo más intensamente porque no tienes miedo, ya que no sientes que haya nada en juego. Puedes tener proyectos e ilusión por realizar actividades, de hecho lo harás con más alegría porque no lo haces para cubrir una necesidad sino como una celebración de lo que ya tienes, no como un medio de completarte a ti mismo sino como una expresión de lo que ya eres. Podríamos considerar que lo que llamábamos deseo en ese plano inferior, no era deseo sino apego, y quedarnos con la palabra «deseo» para nombrar la emoción más expansiva que ahora sentimos en su lugar. Pero al fin y al cabo solo son palabras. Dado que el territorio de la no dualidad es en gran medida inexplorado, somos libres de poner nuestros propios nombres a los conceptos que allí descubrimos.
El entusiasmo es nuestra guía interior
El mensaje de la vía espiritual extática que se sumerge en la experiencia de vida como medio para la realización espiritual, nos enseña a percibir la divinidad en toda expresión de la existencia. La esencia de lo que deseo comunicar en este artículo es en qué grado hemos creado una diferencia ilusoria entre lo que consideramos bajas pasiones y virtudes elevadas. El tantra nos enseña que toda forma de deseo es una noble expresión del anhelo por la divinidad en nosotros, más allá de las etiquetas que le pongamos, y siempre una oportunidad para nuestro desarrollo espiritual.
Tendemos a relacionar el tantra con la sexualidad, pero esta visión se extiende a toda forma de placer y de deseo en la experiencia humana. Nos enseña que todos nuestros deseos existen por derecho para ser perseguidos y satisfechos. Si deseamos algo, es porque nos pertenece. Si no, no podríamos desearlo. Un león no desea comer hierba. Una planta no desea ponerse a caminar. Y más allá de eso, si deseamos algo, es porque reconocemos en ello el infinito que somos. Una vez inmersos en esa búsqueda vamos conociendo mejor la fuente de la que siempre ha provenido nuestro éxtasis y, a medida que disolvemos la ignorancia, vamos redefiniendo el formato de esos deseos. La ignorancia no tiene nada que ver con la inmoralidad o el «pecado». Esos solo son conceptos sin significado con los que teñimos la realidad desde la propia ignorancia. Quien ve impureza en cualquier objeto de deseo está viendo impureza en la divinidad o pretendiendo dejar alguna manifestación de la existencia fuera de ella. Lo que sí es cierto es que a medida que ganamos en consciencia, nuestra identidad se va expandiendo e incluyendo lo que creíamos ajeno, hasta abarcarlo todo. En ese proceso nuestros deseos cambian. Al principio la ignorancia hace que nos aferremos a expresiones muy reducidas de nuestro poder creativo, pensando que lo que hay más allá de ellas no nos pertenece. Poco a poco, a medida que se expande nuestra identidad, también nuestros deseos se expanden y la satisfacción que nos producen crece porque cada vez incluyen una mayor proporción de lo que somos, es decir, de todo lo que existe.
Ese es el maravilloso potencial, el tesoro oculto en nuestros deseos. Cada pequeña cosa que nos hace vibrar por intrascendente que parezca y por tenue que sea la emoción que nos despierta, es un guiño del infinito llamándonos a reunirnos con él.
Tweet This!Da igual si es una canción de death metal o un poema de Santa Teresa, una pizza calentada en el microondas o el aroma de una flor silvestre. Da igual si desarrollaste un tratamiento médico que salvó millones de vidas o si conseguiste un like en Facebook de la chica que te gusta. Da igual si es un cuadro de Goya o un garabato de tu hijo. El formato es distinto, pero lo que te hace vibrar es siempre la presencia del infinito en ello. No puede ser otra cosa porque el infinito es lo único que existe. Igual que aunque ponemos nombres diferentes a múltiples objetos hechos de hierro, son siempre hierro en diferentes formas. Lo que nos hace vibrar nos hace vibrar porque resuena, y resuena lo que es idéntico. Esa vibración es la llamada que nos lleva a descubrir esa sustancia de la que todo está hecho y descubrirnos a nosotros mismos en ella.
Pero para poder hacerlo siempre hemos de partir de los deseos que sentimos en el presente, ya que son nuestra guía interior, la única guía capaz de llevarnos directamente a nuestro destino. El infinito nos ofrece su guiño y su magia a cada uno de nosotros de manera única. La mirada que nos dirige a cada uno es invisible para los demás. La mirada que nos dirigirá mañana a nosotros mismos puede ser invisible hoy, y nadie puede ser guiado por un faro que no puede ver, por mucho que lo juzguemos de elevado o superior. Nadie puede recorrer el camino de otro, ya que cada ser es la materialización de un aspecto diferente del infinito. Tampoco puede nadie recorrer un camino comenzando por un punto diferente al punto donde se encuentra en el presente.
Todos los desvíos son parte del camino
Todo ser no hace otra cosa que perseguir la luz de ese faro que lo guía desde el infinito. No es posible hacer otra cosa aunque lo intentemos. No como una restricción de nuestro libre albedrío, sino precisamente porque no la hay, ya que nuestra identidad última no es otra que la del propio infinito. La dirección del faro es en sí misma la expresión de la voluntad del infinito en su absoluto libre albedrío, el nuestro, y cada uno de nosotros es la materialización de esa voluntad sin contexto ni referencia alguna que pueda limitarla.
Por lo tanto, cuando una persona actúa desde lo que llamamos «egoísmo» lo hace desde la más noble y legítima posible de las motivaciones. Lo hace desde la misma motivación que nos mueve hacia los actos que consideramos más virtuosos, sólo que con un componente mayor de ignornacia de su propia plenitud, y de cómo reunirse con ella. Esa ignorancia es lo que tomamos por eso que llamamos «maldad» pero que carece de significado para la conciencia no dual. Todo lo que podemos hacer por esa persona que llamamos «egoísta» es desear que aprenda cómo profundizar cada vez más en la satisfacción plena de su anhelo, y éste tomará una forma indiferenciada de la motivación que llamamos «generosidad».