Versión en vídeo de este artículo:
¿Alguna vez te han dicho que has expresado lo mismo que otra persona pero «bonito y adornado», como para no ofender? ¿Te lo han dicho cuando tú consideras que expresas algo totalmente diferente a lo que expresa esa otra persona y cuando no tratas de adornarlo sino de ser fiel a la realidad? ¿Te ha ocurrido también que personas que responden agresivamente ante opiniones diferentes a las suyas, son capaces de dialogar perfectamente contigo aunque les muestres tu desacuerdo?
Puede ser que estés comenzando a percibir que no existe realmente una diferencia entre «la forma» y «el fondo» tal y como está tan interiorizado en nuestra cultura. En realidad pocas de las lineas divisorias entre contrarios se mantienen en pie cuando las observamos con suficiente detenimiento y rigor.
Lo que se dice y el cómo se dice. El continente y el contenido. El texto y el papel sobre el que éste está escrito. Comúnmente entendemos que el «fondo» es mucho más importante que la «forma» y estamos muy condicionados para enfocar nuestra atención en el «fondo» abstrayéndonos de la «forma». A menudo incluso juzgamos a quienes se detienen demasiado en lo que llamamos «forma» como superficiales, frívolos, o suponemos que necesariamente esconden intenciones veladas de manipulación.
Vehículos de transmisión de la información
¿Pero qué hay tan distinto entre lo que llamamos «forma» y lo que llamamos «fondo» que los convierte incluso en contrarios, tal y como los consideramos? Si recibes una carta de un amigo diríamos que la «forma» es el papel y la tinta, y que el «fondo» son los conceptos abstractos que están plasmados a través del texto escrito. Imaginemos que en ese texto tu amigo dice que es una persona organizada y limpia, y que el papel sobre el que está escrito ese texto está arrugado y cubierto de manchas. Difícilmente podríamos decir que lo que llamamos «fondo» transmita más información que lo que llamamos «forma». De hecho, lo que sí podríamos decir es que la información que transmite lo que llamamos «forma» es mucho más confiable, sólida y prueba de realidad. Es algo que inconscientemente todos sabemos y usamos como certeza sobre la que cimentar nuestra conducta. Si nuestra madre, cuando somos niños, nos dice que nos quiere y que le importa cómo nos sentimos, pero lo hace a la vez que mira para otro lado y sin darnos opción a responder, aprendemos que somos poco importantes y poco dignos de atención, y actuaremos y sentiremos a lo largo de nuestra vida desde ese convencimiento. Además, muy a menudo la «forma» transmite muchísima más cantidad de información que el fondo, especialmente cuando hablamos de acciones, comportamiento y lenguaje no verbal.
Nuestra ignorancia de esa realidad y nuestra falta de interés y atención hacia lo que llamamos «forma», tiene una consecuencia de trascendencia preocupante. Esa consecuencia es el hecho de que habitualmente no somos conscientes de toda esa información que transmitimos. Desconocemos lo que expresamos y desconocemos cómo somos, ya que la «forma», es nuestra manifestación material y en el plano de la acción, eso que llamamos, nuestra «forma de ser». Es la manera en que lo que era un pensamiento abstracto o un propósito se hace tangible y se realiza: «toma forma». ¿Qué sería una partitura musical escrita en papel sin su interpretación material sonora? ¿Qué sería de esa obra sin los timbres de las voces y los instrumentos, las dinámicas, las sutiles variaciones de tono y ritmo, sin todos los matices expresivos que trascienden esa esencia reflejada en la partitura? ¿Qué esencia es posible sin todas esas manifestaciones de ella que acarician nuestros sentidos y nos hacen vibrar? Además, hay algo especialmente irónico en esa desatención a la forma. Como dije antes, consideramos que una de las razones por las que las personas prestan atención a la «forma» es que esconden una intención de manipular. Pensamos, por otro lado, que solo las personas ingenuas o poco inteligentes pueden ser víctima de esas artimañas. Estamos seguros que eso es algo que nunca nos ocurriría a nosotros que sabemos atender al «fondo», a lo esencial e importante, separándolo de la paja, la «forma». En la medida en que nuestro inconsciente responde a los mensajes que recibe a través del medio que llamamos «forma» y nosotros ignoramos que es así, ignoraremos también las motivaciones que esos mensajes nos han despertado, así que cualquier sustituto que se nos proponga nos resultará creíble. Imaginemos que quieren hacernos creer que hemos escogido comprarnos un coche entre otros, porque su consumo sale más rentable a largo plazo. Nos lo creeremos aunque en realidad lo hayamos escogido porque el paisaje que aparece en el anuncio nos transmite una sensación de libertad que nos hace sentir alivio frente a la frustración que vivimos en nuestro trabajo. Eso es precisamente lo que nos coloca en posición de ser excelentes víctimas manipuladas por esas personas que utilizan lo que llamamos «forma» para conseguir sus fines a costa de otras personas.
En realidad, si lo pensamos con un poco de detenimiento, en la mayoría de los casos en los que utilizamos los conceptos «forma» y «fondo» para referirnos a un acto de comunicación, bien podríamos darles la vuelta. Bien podríamos decir, por ejemplo, que nuestros actos y expresión corporal son el «fondo» y nuestras palabras, la «forma» externa con la que los envolvemos o maquillamos. Por supuesto, tampoco sería del todo cierto. Puede que las palabras supongan un acto comunicativo consciente, y las otras formas de comunicación de las que hemos hablado, en muchos casos no lo son. Sin embargo, la información que comunicamos intencionalmente también es una parte importante de nosotros y un reflejo de cómo somos. Lo que ocurre es que simplemente hemos dividido, etiquetado, y juzgado la realidad arbitrariamente. Le hemos atribuido a cada una de las partes resultantes más o menos importancia y significado, a través de diferentes sesgos, interesados o no. Y según el caso, no lo hemos hecho de manera consistente, ya que lo que en determinados contextos llamamos «forma», en otros lo llamamos «fondo», como es el caso de las palabras. Tendemos a identificar más fácilmente como «forma» aquello que ha sido manipulado conscientemente, pero tanto las palabras, como los gestos o actos pueden ser manipulados conscientemente en la comunicación, ya sea hacia otras personas o hacia nosotros mismos.
La cuestión es que, no podemos ni esbozar una simple sonrisa, por forzada que sea, sin provocar cambios en el cerebro que acaban dando lugar a las emociones positivas asociadas al gesto de sonreir. Lo cierto es que la realidad es indivisible. No hay paja que retirar ni grano que recoger. En el universo todo es significativo, o nada lo es. Su esencia es inseparable de su manifestación. Pretender separarlas sería como cortar una moneda en dos, tratando deshacernos de la cruz para quedarnos con la cara. Solo haríamos la moneda más fina, pero mientras quede algo de sustancia material que haga posible la cara, habrá una cruz, por fina que sea la moneda. Sin esencia no hay manifestación. Sin manifestación no hay esencia.
Por otro lado, la división «forma» – «fondo» es un perfecto reflejo de nuestra división «cuerpo»- «espíritu», o «cuerpo» – «mente». Hablamos de espíritu o mente según nos sintamos más identificados con el paradigma espiritual o científico pero supone el mismo tipo de división. Identificamos en el cuerpo y la mente/ el espíritu la misma relación «forma-fondo» que identificamos en tantas cosas. Eso puede tener su sentido si hacemos referencia a la esencia y la manifestación. Lo que me parece importante es tomar conciencia de que eso nos lleva a aplicar a esta relación «cuerpo-mente» los mismos sesgos que aplicamos a la relación forma-fondo. Por lo tanto, de la misma manera que somos manipulados a través del hábil manejo de lo que llamamos «forma» en la comunicación, somos manipulados a través de las necesidades del cuerpo, que consideramos demasiado inferiores como para creer que sean las verdaderas motivaciones detrás de nuestros actos. No es inusual precisamente, que la manipulación ejercida a través de lo que llamamos «forma» en la comunicación, sea ejercida apuntando precisamente a esas necesidades del cuerpo que nos hacemos creer que no tienen poder sobre nosotros. Profundizando en este tema podrás encontrar otro artículo en el blog de sexualidad sagrada, titulado «Forma, fondo, cuerpo y mente». O también puedes acceder directamente haciendo click aquí
La ética y la verdad
Pero, una vez aclarado que lo que llamamos «forma» también es un medio de transmitir información, al igual que lo es lo que llamamos «fondo», vamos a volver ahora a la cuestión de los mensajes que se consideran adornados con palabras bonitas para no ofender. Cuando una persona siente genuino respeto hacia los demás seres humanos y hacia sí mismo, seguro escogerá sus palabras con un «deseo de no ofender». ¿La razón por la que las escoge implica y contiene un deseo de no ofender? Sí, sin duda, pero esa no es la razón última.
La persona que siente genuino respeto hacia sí mismo y hacia los demás escoge sus palabras, o trata de hacerlo, en un ejercicio de honestidad consigo mismo. Ninguna palabra se escoge al azar. Si tus palabras suenan "feas" y no "bonitas", es que piensas y sientes algo "feo" hacia el otro
.
Cuando expresamos la realidad filtrada de emociones y pasiones personales, es inofensiva e inocente. Pero en el lenguaje humano existen palabras que intrínsecamente implican un juicio personal con contenido emocional añadido. Puedes decir que consideras que cierta perspectiva no se basa en la interpretación adecuada de una determinada teoría o puedes decir respecto a ella que: «Eso son sandeces». Lo segundo expresa lo mismo que lo primero, la idea de que el punto de vista es errado, pero añadiendo un juicio peyorativo hacia la persona que propuso la perspectiva, juicio que no es otra cosa que información extra, igualmente clara y consistente.
Virtualmente en la mente de todo ser humano surgen ese tipo de palabras alguna vez. Sin embargo, algunos de ellos tratan de que lo que surge de su mente pase por un filtro antes de salir por su boca. ¿En qué consiste ese filtro? En primer lugar tratan de averiguar si lo que van a decir es cierto. Si descubren que no lo es, en ese instante se desvanece, al ser reconocido como fruto de un patrón mental ilusorio. Ese pensamiento se descarta y no llegan a pronunciar ninguna palabra derivada de él.
Por otro lado, cualquier persona que ha llegado a un determinado grado de evolución interior sabe que todo pensamiento que contiene un juicio peyorativo hacia otra persona es falso. ¿Por qué lo sabe? Porque ha alcanzado la certeza básica de que toda forma de menosprecio es un sinsentido. Contiene una contradicción interna. Uno puede hacer el siguiente razonamiento: «Si otros merecieran menosprecio por equivocarse en sus actos o pensamientos, también lo merecería yo cuando lo hago.» Y cuando una persona ha vivido lo suficiente, ha comprendido que su naturaleza es la misma cuando ha errado y cuando ha acertado. Somos el mismo ser cuando éramos más ignorantes que en el momento presente, cuando ya somos más sabios, excepto por una simple distancia de tiempo. El árbol y la semilla son el mismo ser. Sin uno no hay otro. Y decir sobre el mismo ser que merece menosprecio, y a la vez que no lo merece es una contradicción.
Menospreciar a otro implica ponerse a uno mismo por encima, lo que no tiene sentido cuando has comprendido que la esencia de todo ser humano es la misma. Puede deducirse directamente de lo anterior. Si nosotros no somos superiores a nuestro «yo» pasado por tener más sabiduría, tampoco seremos superiores a otro ser humano por la misma razón. Ese otro ser humano puede alcanzar en el futuro la sabiduría de la que hoy carece y que nos diferencia de él y si no lo hace, habrá sido siempre por una cuestión circunstancial, porque todas las posibles cuestiones lo son circunstanciales, incluso aunque duren toda la vida.
Cualquier persona que ha alcanzado el desarrollo interior como para percibir eso, ha dejado de separar al otro de sí mismo. Ha comprendido que cualquier guerra dialéctica aparentemente ganada por uno mismo frente a otro, solo es una derrota para ambos. Lo es porque al menospreciar, uno se arrastra a sí mismo a la misma posición hacia la que pretendía desterrar al otro. Uno no puede concebir el menosprecio sin ser crear con ello la posibilidad de merecerlo. Esta visión se vuelve cristalina cuando se ha comprendido, como hemos dicho, que nuestro juicio implica que el día que nosotros mismos caigamos también en el error que hoy comete ese otro, nosotros mismos también seremos merecedores de menosprecio. De nuevo la contradicción. Creamos una posición de superioridad para nosotros mismos, que esconde implícito su opuesto de inferioridad. Es así porque lo que realmente creamos es la dualidad. Creamos una moneda con sus dos caras. Queremos excluir de nosotros una de ellas pero no es materialmente posible. La moneda es una sola. Por otro lado, precisamente cuando esto se comprende, en ningún caso se vive el menosprecio como una transgresión ética que consista en salir uno mismo beneficiado a costa del otro. No es cuestión de ser «mala persona». Es un simple error de percepción. O más bien sería más propio decir que ambas cosas son lo mismo. La ética es verdad, la verdad es ética. Cuanto más se conoce la naturaleza de la realidad menos conceptos son necesarios.
Igual que entre nuestro yo pasado y nuestro yo presente, la esencia es la misma, también lo es entre el yo y el otro. Solo tratamos, en vano, de excluir de nosotros mismos cualidades indeseadas a las que tememos. No lo haríamos si supiéramos que no es posible. Claro que, si supiéramos que no es posible excluir esas cualidades porque no existe un espacio fuera de nosotros a donde desterrarlas, también sabríamos que no existe razón para hacerlo ya que no hay posibilidad de ser inferior sin nada externo con lo que compararnos.
Sin embargo, nosotros hemos aprendido que es necesario ser especial para merecer amor y recursos, así que tenemos tanto miedo a no ser especiales que luchamos por esa posición sin darnos cuenta de que ya estamos en la más elevada de todas las posiciones posibles. La más elevada de todas las posiciones posibles es aquella en la que no hay nada en juego, y cuando no hay juego ni se gana ni se pierde. Mientras haya juego somos vulnerables. Mientras queramos ganar siempre habrá juego. Cuando renunciamos a ganar, el juego cesa y cuando no hay nada en juego lo tenemos todo. El Todo está en paz porque es pleno e invulnerable, pero el Todo no es especial. Esa gratificación que experimentamos al sentirnos especiales solo es un destello de nuestra auténtica grandeza, que es inabarcable por nuestra comprensión. Como no podemos concebir una forma de plenitud que no nos haga especiales, pasa desapercibida para nosotros. Buscamos en otro lado.
La sinceridad
Volvamos al hecho de que todo esto solo es un error de percepción y que ética y verdad son una misma cosa, y volvamos a la cuestión de las «palabras adornadas para no ofender». Nos encontramos con que cuando una persona a alcanzado esa claridad de visión, simplemente trata de que todos sus actos y palabras sean coherentes con aquello que considera verdadero. Como decía antes, es un simple compromiso de sinceridad y honestidad consigo mismo.
[la persona madura] «Eliminando suavemente todos los obstáculos a su propia comprensión, mantiene constantemente su sinceridad incondicional.»
— Hua Hu Ching (Enseñanzas de Lao Tse)
Esa sinceridad, que parte de la comprensión de que no somos seres separados, por supuesto, implica no dañarse a sí mismo ni a otros. Y sobre todo, no acarrea ningún tipo de conflicto entre los intereses propios y los ajenos, ni entre lo que llamamos «fondo» y lo que llamamos «forma». Ya no hay ni «forma» ni «fondo», solo la realidad, sin ningún juicio accesorio proyectado sobre ella. Se ha disuelto la ilusión que nos llevaba a concebir escisiones en la realidad y dentro de nosotros mismos. Nuestros pensamientos, palabras, gestos y acciones están ahora alineados. Ya no hay en nosotros partes ignoradas ni desvalorizadas que nos controlen desde la oscuridad del inconsciente. Ya no percibimos en nuestro interior diferentes fragmentos que apuntan en direcciones contrarias, creando fricción, competencia, anhelo, culpa, lucha y desasosiego.
Al desaparecer las divisiones hemos vuelto a nuestro ser integral. Entonces, ya no hay razón para desgastarnos con el peso de la falsedad y nuestra sinceridad resulta espontáneamente considerada con las otras personas. Esa sinceridad es simplemente una manifestación de nuestra coherencia interior que se expresa como una cualidad natural en nosotros.
Ese estado de coherencia, de lucidez y de inocencia, que parte de la percepción no dual al trascender los opuestos, hace surgir en nosotros, naturalmente y sin esfuerzo, un comportamiento armónico que expresado en términos de opuestos, toma el aspecto de equilibrio entre ellos.
El filtro de nuestras palabras
En el óctuple sendero budista se nos habla de la fábula de las tres puertas. Esas tres puertas son tres preguntas que debemos contestar antes de decir una palabra para asegurarnos de que ésta sea la palabra correcta. Esas tres preguntas son:
- ¿Es verdad?
- ¿No hace daño?
- ¿Es bueno para alguien?
Son tres preguntas que cualquier persona con visión clara se hace, consciente o inconscientemente, antes de hablar. Parecen algo sencillo, incluso demasiado obvio. Parece que hasta un niño podría comprender la importancia y la necesariedad de que nuestras palabras pasen a través de esos tres filtros antes de ser pronunciadas. Sin embargo, puede ser muy útil tenerlos en cuenta, ya que nuestra mente está repleta de condicionamientos y procesos inconscientes que en la práctica, nos arrastran a pasarlo por alto.
Es una buena idea tratar de analizar qué información implica contenido emocional personal y qué pensamientos o emociones propios revela esa información en relación a otras personas, situaciones o planteamientos. Es la manera de conocer las razones por las que hemos escogido intuitivamente esas palabras con connotaciones peyorativas o hirientes añadidas. ¿Es simplemente la expresión impulsiva de la ira, el miedo, la envidia o cualquier otra debilidad? ¿Tiene alguna utilidad real transmitir esa información? Si la respuesta a la primera pregunta es afirmativa, no tiene utilidad hacerlo, porque solo servirá para encender una llama que quemaría a ambos. Quemaría a la otra persona por el ataque que recibe, y nos quemaría a nosotros mismos por dejar expuestas las debilidades desde las que atacamos, ante la persona cuya ira estamos fomentando con nuestro ataque. Sin embargo, en ese simple momento en que tomamos conciencia de que nuestro pensamiento estaba cimentado en una ilusión, esas debilidades se desvanecen, y con ellas, cualquier impulso de hablar a partir de ellas.
Si lo que vamos a decir pasa el filtro de las dos primeras puertas, es decir, es verdad y no hace daño a nadie, pero no aporta nada a los demás ¿por qué decirlo? Bueno, si deseamos decirlo es porque en nuestro corazón sentimos que es bueno para nosotros. Eso supone una respuesta afirmativa a la tercera pregunta que nos dice: «¿Es bueno para alguien?» ya que nosotros, también somos alguien, aunque desde nuestra mentalidad judeocristiana, que asocia la virtud con el sacrificio y la mortificación, tendemos a olvidarlo. Tiene sentido sin embargo, reflexionar sobre si realmente es bueno para nosotros tal y como nos dice nuestro impulso. No siempre es el caso, pero si lo es, sin duda será también bueno para otros, entendiendo que existimos naturalmente en armonía con todo lo que existe y que cuando nosotros ganamos todo el universo gana. Considerar lo contrario, muy alineado con esa concepción del pecado y de la mortificación para ganarnos la salvación, sigue siendo manifestación de un pensamiento dual.
Las palabras respetuosas son verdaderas. Las palabras y acciones de respeto hacia los demás son respetuosas hacia nosotros mismos, y quien alcanza el respeto total hacia sí mismo disuelve todo impulso de ser irrespetuoso con otras personas.
Tweet This!