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Un viaje misterioso
Nuestra vida es como un paseo en una montaña rusa. No recordamos el momento en que nos subimos a ella, ni el hecho de haber decidido hacerlo, ni sabemos cuándo acabará el paseo. Como ocurre con todas las montañas rusas, nunca se detiene y no tenemos absolutamente ningún control sobre la velocidad del coche. Sí podemos escoger su dirección en muchos cruces de caminos en las vías, pero siempre desconociendo su destino. En este paseo, el coche nos adentra en un paisaje tras otro, todos escenarios diferentes entre sí, siendo esas diferencias a veces casi inapreciables y otras suponiendo cambios muy abruptos y radicales. En algunas ocasiones el coche parece haberse parado, pero tarde o temprano se abre ante nosotros un paisaje nuevo, a menudo especialmente exótico y distante a todo lo que conocimos en el pasado. Entonces descubrimos que no estábamos parados, sino en el interior de un túnel de un color y textura uniforme del que acabamos de salir. Después de un tiempo nos damos cuenta de que la variedad de paisajes existentes es virtualmente infinita, independientemente de los que lleguemos a tener la oportunidad de visitar.
El coche que se desliza por esas vías y se adentra en esos escenarios es lo que llamamos «cuerpo físico». A lo largo de nuestro viaje descubrimos la delicada y precisa sensibilidad con la que éste responde a todo lo que entra en contacto con él. Capta todo lo que ocurre a su alrededor y en su interior, capta cada uno de nuestros movimientos emocionales y mentales. Descubrimos que es capaz de ofrecernos los más exquisitos placeres, de lo más sutil a lo más desbordante, de lo más primario a lo más refinado. Descubrimos que la gama de variantes de placer a experimentar es tan infinita como los potenciales escenarios a visitar, y aun así, todos son distintos entre sí. Todos tienen su propio sabor y personalidad. Encontramos, desde placeres con diferencias en pequeños matices, hasta placeres que nos sumergen en universos de sensaciones completamente desconocidos. Uno nunca es demasiado mayor para poder sorprenderse con una nueva modalidad de placer, deliciosa y estremecedora. Un sabor nuevo, el tacto de las hojas de una planta que nunca habíamos tocado, o quizá tengamos nuestro primer orgasmo de todo el cuerpo cuando creíamos haber experimentado todo lo que la sexualidad podía ofrecernos. El placer, además de ilimitado en variedad, también lo es en grados de intensidad. Unos placeres son simplemente agradables, otros nos sacuden hasta lo más profundo de nosotros. Por muy intenso que haya sido el placer que conocemos, siempre es superable.
El cuerpo físico como vehículo de la experiencia
Nuestro cuerpo es el medio por el que experimentamos todos los placeres que conocemos y podemos recordar. Desde los que percibimos a través de sus cinco sentidos, hasta otros que consideramos más abstractos y menos materiales, como la contemplación de la belleza o el hecho de sentirnos amados. El amor de nuestros padres no puede percibirse con los cinco sentidos, pero sus abrazos sí, al igual que sus palabras de valoración y sus miradas de reconocimiento. Puede que la belleza no sea material, pero la infinidad de formas a través de las que se expresa sí lo son. Ambas cosas, igual que la semilla de cualquier otra experiencia, llegan a nosotros acariciando igualmente la sensibilidad de nuestro cuerpo.
Por otro lado, también descubrimos pronto que esa capacidad para proporcionarnos grados y variedades infinitos de placer tiene una contraparte idéntica con respecto al sufrimiento. Cuánto más hemos avanzado en nuestro viaje, de hecho, más probable es que conozcamos nuevas variedades de sufrimiento físico. Algunas tan nuevas y desconocidas que no las habríamos podido imaginar hasta no experimentarlas. Muchas de ellas pueden suponer auténticas torturas sin implicar un ápice de lo que consideramos propiamente dolor, como el vértigo, la asfixia, u otras sensaciones que pueden llegar a ser peores que dolores muy intensos.
Persiguiendo un horizonte
Desde que nacemos, a través de los cinco sentidos de nuestro cuerpo, somos estimulados a experimentar el mundo en busca del placer y con el objetivo de alejarnos del sufrimiento. El placer es una experiencia del tipo que nosotros calificamos como «positiva» o de bienestar, y el sufrimiento, del tipo que calificamos como «negativa» o de malestar. Vamos tras aquello que nos ha proporcionado placer y deseamos llegar más y más allá en la experiencia de ese «algo» que percibimos como la fuente de ese placer. A medida que nos hacemos más diestros en perseguir las mejores fuentes de experiencias positivas, comenzamos a atisbar un sustrato más profundo detrás de esa estimulación sensorial. Lo reconocemos como su origen y por lo tanto, como la auténtica fuente de nuestras experiencias positivas. Nos orientamos hacia esa fuente, que percibimos en todas partes, pero especialmente en otras personas o seres que consideramos conscientes. Así experimentamos lo que llamamos «amor». Cuánto más lo hacemos, más positiva es la experiencia y más deseamos sumergirnos en ella.
Si nos adentramos en ese camino, podemos llegar a tener vivencias muy intensas, que nos hacen vibrar de entusiasmo e ilusión. Sin embargo, después de un tiempo se asienta una visión más serena y honesta del punto en el que nos encontramos. Comienza a hacerse evidente el hecho de que la satisfacción total nunca ha sido alcanzada, sino que nuestra euforia se debía en mayor medida a la promesa inminente de esa culminación. Comienza a vislumbrarse que esa culminación es tan inminente y cercana como escurridiza e inaprensible. Podemos sentirnos como si corriéramos en una cinta estática, así que nuestra motivación para seguir corriendo disminuye. Puede haber algo de desilusión y desencanto que nos haga sentir abatidos, y sobre todo perdidos, ya que ahora no sabemos dónde continuar buscando la satisfacción que anhelamos.
¿Cuál es la razón? El éxtasis que nos produce el amor es la respuesta a una resonancia en nuestra identidad con la de otro ser. Esa resonancia nos despierta el deseo de tener más y más del ser amado, experimentarlo completamente hasta fundirnos con él. La cuestión es que mientras no nos hayamos fundido con él, mientras siga fuera de nosotros, no lo habremos experimentado completamente y seguiremos insatisfechos.
El Ishavasya Upanishad nos dice en el versículo 6: "El sabio contempla a todos los seres en el Sí mismo y al Sí mismo en todos los seres; por eso no odia a nadie". En realidad, nadie que no haya llegado a esa conciencia de Unidad puede verdaderamente Amar, y pocos seres humanos lo han hecho.
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El siguiente versículo añade:
— Ishavasya Upanishad (versículo 7)
El amor es la experiencia más positiva y satisfactoria que puede tenerse en nuestra forma humana. Sin embargo, dado que pocos hemos alcanzado el nivel de conciencia necesario para experimentarlo en su forma pura, el Amor con mayúscula, lo que conocemos es un reflejo de él. Experimentamos un destello del éxtasis que supone, lo que a mí me gusta llamar, amor con minúscula. Ese destello se produce a partir de la intuición de esa conciencia de Unidad, velada tras una densa niebla, y es lo que nos mueve en nuestra búsqueda del «otro».
Un salto hacia un abismo desconocido
En este viaje nos aguarda una sorpresa que puede resultar aterradora. A medida que nuestro sentido de identidad se expande y sentimos haber avanzado en gran medida en nuestro camino, tarde o temprano nos deslizamos hacia un abismo que nos hace perder toda referencia. A sus puertas, lo que considerábamos nuestra certeza más profunda, la fuente de sentido y dirección de nuestra existencia, amenaza con disolverse como un espejismo. ¿En qué consiste ese abismo? Comenzamos a comprender que solo alcanzaremos la satisfacción completa de nuestro anhelo, la experiencia del Amor con mayúscula, verdadero y pleno, cuando hayamos dejado de ser seres separados de lo que amamos. Pero por otro lado, atisbamos cómo ese horizonte supone la desaparición completa del ser amado. Cuando hayamos conseguido la fusión completa en un solo Ser y solo exista un único «Yo», ¿a quién podremos amar si solo estamos nosotros? De hecho, la culminación de ese horizonte no solo supone la renuncia al ser amado, también supone la renuncia al propio sujeto de la experiencia que calificamos como «positiva».
Tweet This! Esa experiencia nos ha guiado hasta la puertas de este abismo como un faro que representaba la verdad y el bien en la forma más elevada que conocíamos. Por lo tanto, intuimos que sin ese sujeto no habrá experiencia y sin esa experiencia no podemos concebir ni la verdad ni el bien, ni nada que de sentido a nuestra existencia. Pero ciertamente, ese sujeto ha de desaparecer si queremos experimentar el Amor genuino. Esa última frontera que nos separa de todo lo que no es «yo», ha de desvanecerse.
Nuestro camino en busca del «otro», guiados por el faro del éxtasis, ha sido maravilloso, sembrado de sorpresas estremecedoras, dulces, emocionantes, deslumbrantes… pero nada de lo que hemos conocido nos sirve ya. Vivíamos en un estado de exaltación en la emoción del contacto con el «otro», que entonces considerábamos positivo, al ser lo mejor que conocíamos. Ahora sabemos que suponía un estado de agitación que nos impedía tomar conciencia de que nuestra experiencia del «otro» nunca fue auténtica, sino que estaba ocurriendo a través de un cristal. Por lo tanto, ahora sabemos también que nuestra satisfacción nunca fue completa. Estamos cansados del elemento de tensión que supone la exaltación y nos hemos dado cuenta de que mientras esté presente supondrá por sí misma un agujero en nuestra satisfacción. Nada de lo que hemos vivido es suficiente ya, porque anhelamos la satisfacción completa y real, esa que solo puede proporcionarnos la auténtica y genuina experiencia del ser amado. Las promesas ya no son suficientes para despertar el entusiasmo de la manera que antes lo hacían, sobre todo, ahora que sabemos que no se van a cumplir cuando cambien uno u otro de esos pequeños hechos circunstanciales y fácilmente corregibles a los que atribuíamos nuestra falta de plenitud presente.
Pero a la vez, atravesar esa última frontera que hace desaparecer tanto a la fuente de nuestro éxtasis como al sujeto que la experimenta, se nos presenta como un salto al vacío, a la incertidumbre total. Esa frontera es el perímetro del «yo», que nos aísla del resto del Universo, pero a la vez ha sido el sustrato de todas nuestras experiencias positivas hasta ahora. El «yo» es la membrana a través de la que hemos recibido los estímulos que nos han despertado la emoción estremecedora del amor. Además de ser la línea que dibuja nuestra identidad, en el propio acto de hacerlo, crea y confiere estructura a ese «otro» a quien amar, definiéndolo a partir de lo que queda fuera del perímetro trazado. Por lo tanto, es gracias a la presencia de la frontera del «yo» que podemos experimentar al ser amado. Necesitamos concebir y percibir lo que amamos, y esa membrana es inherente al hecho de la percepción y cognición, ya que en ellos emerge un sujeto que percibe y conoce y un objeto que es percibido y conocido. Por lo tanto, debemos concluir que nuestro sentido de la identidad, la frontera del «yo», nos hace posible experimentar lo que amamos, pero a la vez nos impide hacerlo plenamente, porque nos separa de ello.
Tweet This! Hemos comprendido que solo es posible alcanzar la experiencia plena del Amor auténtico en la Unidad, pero no podemos concebir amar sin ser dos para poder disponer de un «otro» a quien amar.
Por supuesto, cuando hablamos de ese «otro», no nos referimos a una persona concreta, ni siquiera a todas las personas posibles en sentido abstracto. Puedes sustituir la palabra «otro» por cualquier cosa que desees o creas necesitar para ser feliz.
El cuerpo físico como expresión material del «yo»
Ese cristal a través del que hemos estado percibiendo todo lo que amamos, ese perímetro de nuestro «yo» separado, tiene una representación simbólica en la que toma forma material tangible: nuestro cuerpo físico.
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A través de su piel penetra en nosotros el calor reconfortante de las personas amadas cuando las abrazamos. El cuerpo, con sus cinco sentidos, es el instrumento que nos hace posible experimentar fíiscamente todo lo que amamos. Sin embargo, al mismo tiempo, incluso en el más estrecho de los abrazos o en la penetración sexual, el propio cuerpo supone una barrera insuperable que nos separa de ello, por mucho que nuestros cuerpos se envuelvan el uno al otro. Al igual que en el plano inmaterial el sentido de la identidad es la estructura que hace posible la experiencia pero a la vez nos separa de lo experimentado, el cuerpo físico lo es en el plano material.
La paradoja de la búsqueda espiritual
La búsqueda espiritual nos ofrece la promesa de dejar atrás nuestro sentimiento de insignificancia, de sinsentido, de abandono y desconexión con el resto del Universo, en última instancia nuestro sentimiento de soledad. Es un camino hacia el reencuentro con algo muy íntimo que sentimos que nos falta y anhelamos profundamente. Podríamos decir que el camino comienza en el momento en el que tomamos conciencia de ese anhelo. A medida que avanzamos, nos sentimos cada vez más unidos y conectados al Universo, pero tarde o temprano nos encontraremos a las puertas del abismo donde el «otro» se desvanece, lo que supone la soledad más absoluta. Nos tomemos el tiempo que nos tomemos para soltar todas nuestras estructuras mentales previas y entregarnos a esa experiencia, la evidencia de esa realidad se presenta ante nuestros ojos. El famoso físico Erwin Schrödinger lo expresó diciendo que:
«La conciencia es un singular del que no se conoce plural.»
–Erwin Schrödinger
Ese horizonte puede suponer un gran desconsuelo para muchos de nosotros y hacernos pasar por momentos de mucha oscuridad. Muchas personas han hablado de la soledad del camino espiritual. Voy a citar a Ken Wilber en un interesante discurso al respecto: (enlace para escucharlo):
El fenómeno de la polaridad
Como ocurre con todos los pares de opuestos, al alcanzar la culminación de cada uno de los polos se alcanza también el otro, descubriendo así que solo eran contrarios en apariencia. Si caminamos en dirección opuesta a la soledad, buscando experimentar al «otro» de la manera más intensa posible, al llegar al final del camino nos fundimos con él en un solo Ser, y acabamos topándonos con la forma más pura de la propia soledad
Tweet This!. El filósofo griego Plotino describió la búsqueda espiritual diciendo que:
Otro ejemplo de polaridad en la que al alcanzar la culminación de un polo alcanzamos también la del otro, es el de el control y la fluidez. Por medio de la disciplina, tratando de controlar la pereza y nuestros los impulsos caóticos, podemos alcanzar el estado de equilibrio interior que finalmente nos permite el fluir sin ninguna fricción ni esfuerzo. Alcanzada la culminación del control sobre uno mismo, todo control desaparece. Asimismo, quien se orienta hacia fuera buscando conocer el Universo, acabará conociéndose a sí mismo y quien se adentra en la búsqueda de sí mismo acabará conociendo el Universo. Si los buscas, encontrarás innumerables ejemplos.
La razón por la que todos los polos opuestos solo son contrarios en apariencia es porque son dos aspectos de la misma esencia subyacente, como dos imágenes reflejadas en dos diferentes espejos desde dos ángulos opuestos. Esa esencia única subyacente a todas las polaridades es indivisible, sin lugar a diferenciación, característica que llamamos «no dualidad». Esa esencia es todo lo que es y todo lo que es, es esa esencia. Por lo tanto, todo lo que percibimos es esa esencia y todo es real. Sin embargo, en nuestro acto de percepción solo captamos un aspecto de ella simultáneamente y creamos la ilusión de estar percibiendo cosas distintas. Así aparecen las polaridades como subproductos irreales de nuestra percepción. Sin embargo, cuando tomamos conciencia de la verdadera naturaleza de la realidad, en esa esencia todos los polos confluyen con sus opuestos. Es igualmente cierto decir que allí conviven el uno con el otro a decir que ambos desaparecen. El todo y la nada, no es más que otro par de opuestos que allí confluye sin contradicción.
Tweet This! Esa es la razón por la que nada que podamos decir es completamente falso ni completamente verdadero, ya que todo contiene, en su forma más radical, la esencia de su opuesto. Decir que estás completamente solo en el Universo es tan verdadero y tan falso como decir que la soledad es una ilusión.
El principio hermético de polaridad expresado en el Kybalion nos dice:
— Principio hermético de polaridad (Kybalion)
En ese lugar donde todas las paradojas se reconcilian, el «yo» y el «otro» son indiferenciados. A partir de él, se reflejan como dos perspectivas de la misma esencia que se despliegan experimentándose el uno al otro. Con ello, se despliega también la experiencia de todas las polaridades, el espacio y el tiempo.
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